viernes, 12 de julio de 2013

Colón, Armstrong y mi abuelo: proezas existenciales

En estos días en que la humanidad está caminando ya por la superficie del planeta Marte, la poderosa hazaña de haber puesto pie en la Luna ha quedado empequeñecida.  Los ojos del mundo, emocionados, siguieron hace unas décadas los primeros pasos del astronauta Armstrong por la superficie lunar.  Un nuevo horizonte se estaba abriendo, una barrera -la del espacio exterior- se estaba levantando.  Tanta proeza, no obstante, ha sido insuficiente para calmar el apetito del hombre, quien entonces levantó sus ojos hacia Marte.  Cuando las pantallas comenzaron a recibir las imágenes emitidas por la sonda Pathfinder, un nuevo horizonte se estaba abriendo para la humanidad.   En unos años, seguramente, serán otros los planetas buscados y conquistados.
Y esta parece ser la historia sin fin.  Siempre el hombre quiso saber qué hay más allá de la línea del horizonte.  Siempre sintió ante el límite una mezcla de temor y atracción, de rechazo y seducción.  Unas veces más rechazo que seducción, y por eso prefirió quedarse de este lado del límite;  pero otras veces, más atracción que temor, y por eso se lanzó a la aventura de cruzarlo y, al hacerlo, descubrió nuevos mundos, nuevos universos.
    Hasta hace solo cinco siglos, el hombre creía que el mundo era como un gran plato sostenido sobre el lomo de tortugas gigantes y que, llegado al límite del horizonte, podría caerse fuera del plato hacia el vacío, hacia la profundidad de la nada.  Pero esta creencia estaba avalada por sus propios ojos.  El hombre veía que aquello que llegaba hasta el horizonte terminaba desapareciendo inevitablemente, era “tragado” por ese límite y de allí no se volvería, entonces, nunca más.   La aventura de llegar al límite era condenada por la nada, por el vacío.  Muy pocos se arriesgaban a desafiar el horizonte y la mayoría optaba por retornar, antes de llegar a contactarlo.  La amenaza por ser devorado y desaparecer, generaba más temor que la atracción de desafiar esa barrera. Pero un día apareció Colón.  Se le ocurrió percibir al mundo desde otro lugar, desde otra dimensión.  Propuso que fuera una esfera en lugar de un plato y alentado por el afán de descubrimiento, desafió el temor y aceptó la seducción de la aventura. 
Inició la empresa.  Avanzó.  Y ante sus ojos apareció un universo nuevo, distinto, tan maravilloso como aquel que había dejado a sus espaldas al momento de zarpar. Y comprendió así que los horizontes encierran siempre riquezas vírgenes, nuevas oportunidades de vida, encuentros plenificantes y la posibilidad de ir volcando en cada horizonte conquistado el propio caudal, aquel que vamos llevando en nuestros bolsillos.   Pudo entonces ayudarnos a superar el temor de traspasar ese límite.  Pudimos reconocer que no siempre alcanzan nuestros propios ojos para comprender la compleja realidad en la que vivimos y que la aventura de aquel que se ha animado a superar el límite temido, solo tiene valor de significado cuando alcanza para alentar a los otros a seguirlo en el camino.  ¿Cuál hubiera sido el valor de la hazaña de
Colón si nadie hubiera seguido su ruta, si todos hubieran continuado creyendo que el mundo era un plato?.  ¿Cuál hubiera sido el valor de la hazaña del astronauta Armstrong si nadie hubiera seguido su huella eterna en la superficie lunar?.  ¿Cuál sería el valor de la proeza del hombre en Marte, si la humanidad siguiera creyendo que su propio ombligo es el centro del universo?.  Ninguno.  Carecería totalmente de significado.   Todos ellos, como tantos otros, han sido pioneros, adelantados que  han cumplido con la maravillosa misión de enseñarnos, mostrarnos, descubrirnos a nuevos mundos, a nuevas tierras, a nuevos horizontes de crecimiento;  se han arriesgado viviendo el misterio del desconocimiento e iluminándolo desde su propia experiencia.  Y lo han hecho por ellos pero para nosotros.  Ese es el valor de significado.
Ahora bien, ¿qué relación tiene todo ésto con nuestro tema?.  ¿Qué encierra el mensaje de Colón o Armstrong para nosotros, discutiendo sobre el papel del anciano en la sociedad?.  Mucho.  Veámoslo así:   el hombre es un ser itinerante, un viajero que reconoce su puerto de partida -su nacimiento, su origen, sus ancestros- pero desconoce su destino final.  ¿Cuál será el puerto de llegada de este viajero de la vida?.  Nadie lo sabe.  Todos podemos, aproximadamente, fijar un rumbo, una dirección, una orientación, pero nunca podremos definir con certeza cuál será nuestro puerto de llegada.   Ese “ser itinerante” nos dispone esencialmente a ir superando etapas en la vida, signadas por distintas crisis existenciales, necesarios “puertos” en los cuales vamos dejando aquello que ya no necesitamos más, al tiempo que nos vamos reabasteciendo con los nuevos insumos necesarios para la etapa siguiente.   Cada etapa vivida nos enfrenta a la situación del alivio al divisar el puerto donde amarrarnos, pero a la vez, la emoción  -a veces, la tristeza-  de volver a zarpar hacia nuevos rumbos.  De repente, llegamos un día al último puerto.  Amarrar en él genera una mezcla de alivio por llegar,  con una especie de tristeza por descubrir que gran parte del itinerario ya ha sido desandado.  Sabe el hombre que a partir de él se inicia el último trayecto y que la travesía puede llegar a ser accidentada.  Le queda por delante la última aduana, aquella por la que no puede pasarse ya, nada de contrabando.  Vive entonces la tentación de no seguir camino, de retornar sobre sus pasos hacia puertos anteriores.  Pero su naturaleza itinerante es inexorable, y solo le queda el camino por delante.  Qué necesario es entonces un buen mapa, un buen faro, una buena referencia que le anticipe qué hay más allá del horizonte divisado!.    
Esa es, en la actualidad, la principal misión del anciano en nuestra cultura.  No digo que sea lo único que tiene por ofrecer, sino, simplemente, que en estos tiempos de confusión, es su gran aporte.  Llegado a la crisis de ingreso a la vejez, el hombre postmoderno sufre una especie de parálisis madurativa que lo inhibe de seguir creciendo, madurando.  Tentado por la “cultura de la imagen” a retornar sobre sus pasos en procura de una eterna juventud, termina viendo más allá de la línea de sus 60/65 años, lo mismo que veía el hombre del siglo XV cuando parado en la playa divisaba la línea del horizonte:  pasada esa línea, el hombre desaparece como “tragado” por una monstruosidad increíble e imbatible.  De tal modo, cada anciano realiza y nos ofrece la hazaña personal de traspasar esa frontera entre la vida y el misterio, iluminando el camino con su propia experiencia y permitiéndonos ver, conocer, descubrir, la naturaleza de esa tramo de trayectoria que inexorablemente deberemos transitar.   Como Colón o Armstrong, viven en sus propias vidas el riesgo de poner pie en lo desconocido siendo pioneros existenciales que van abriendo caminos y sendas que nosotros podremos aprovechar mas tarde, no meramente para seguirlas obligatoriamente, sino para conocer el nuevo horizonte y poder avanzar sobre él como lo hacemos sobre un terreno familiar en el cual trazaremos nuestro propio itinerario.   Pero ya seguros de que la vida misma no es un plato sostenido por monstruosidad alguna esperando nuestro paso en falso para engullirnos.   Y tal como sucedió con todos aquellos adelantados y descubridores, el valor de significado de sus propias hazañas esta dado, fundamentalmente, por esa generosa disposición de abrir caminos para que otros, las generaciones venideras puedan transitar esos nuevos horizontes con paso seguro.

Resumen:
Decíamos anteriormente que la propia naturaleza humana esta inquieta por avanzar sobre el misterio iluminándolo, redimiéndolo con su propio paso.  “Y esta parece ser la historia sin fin.  Siempre el hombre quiso saber qué hay más allá de la línea del horizonte.  Siempre sintió ante el límite una mezcla de temor y atracción, de rechazo y seducción.  Unas veces más rechazo que seducción, y por eso prefirió quedarse de este lado del límite;  pero otras veces, más atracción que temor, y por eso se lanzó a la aventura de cruzarlo y, al hacerlo, descubrió nuevos mundos, nuevos universos”.   ¿Quién de nosotros no se animaría a surcar los mares en una carabela capitaneada por el gran almirante Colón?.  ¿Quién de nosotros no elegiría al comandante Armstrong para dar un paseo por la Luna tomado de su mano?.  Porque ellos han pasado el límite del misterio y podrían conducirnos con seguridad a nosotros mismos en nuestro intento por lograrlo también.  Quién mejor que ellos, pioneros, que nos ofrecen su hazaña para que nosotros podamos avanzar sobre nuestros propios miedos e inseguridades convencidos de la naturaleza de aquello que se encuentro por delante.   Ahora bien, ¿quién de nosotros tomaría la mano de un anciano para que nos acampañe hacia adelante en la vida?.  ¿Quién de nosotros aceptaría ser comandado por el sabio consejo del abuelo, al iniciar ese tramo que él mismo ya ha recorrido?.  ¿Quién de nosotros le otorga y reconoce valor de significado a su propia hazaña personal?. 
Cuánta soberbia en el hombre joven, cuánta desorientación en nuestra cultura postmoderna, que pretende vivir y subsistir, prescindiendo de los valores eternos y la tradición.  En medio de tanto desconcierto, rescato como fundamental aporte del anciano el ofrecerse con su propia existencia como un “principio de coherencia existencial”, es decir, su propia vida, su propia proeza existencial de haber superado la línea de los 60/65 años de edad nos permite descubrir a los más jóvenes que la vida no es un plato con un final trágico sino una esfera, un contínuo que conforme se va desplegando nos va introduciendo en nuevos horizontes, siempre verdes y vírgenes, plenos de maravillosas oportunidades de vida.  Es un principio de coherencia que nos hace notar que el hombre es, efectivamente, un ser itinerante y que su destino es siempre madurar, hacia la muerte, hasta la muerte y aún después de ella.  Y que ese destino de maduración permanente se va plenificando a sí mismo en la autotrascendencia, es decir, en el ofrecimiento de la propia hazaña como faro de referencia para aquellos que vienen transitando el camino por detrás de su propia estela. 

En estos tiempos tormentosos, yo sigo eligiendo que mi propia nave sea comandada por Colón y no por la modelo top o el actor de cine de moda con aspecto de figura de cera eternamente joven.  ¿Y ustedes?. 

Dr.Claudio García Pintos
Logoterapeuta

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